imagen del encabezamiento: Yañez

Bienvenida



Necesitamos compartir, necesitamos comprender, y solo podemos hacerlo mediante la palabra y toda otra forma de comunicación gráfica, gestual; que ingrese por nuestros sentidos, que emitan nuestros labios, nuestras manos, el cuerpo todo.

Para nosotros, para las personas, la comunicación fundamental, principal, se realiza por medio de la palabra, sea oral o escrita. Vivimos en un océano de palabras y señales comunicativas y la falta de ellas es como la falta de oxígeno a la vida. Sin ellas empobrecemos y en soledad podemos llegar al extremo de morir por ausencia de comunicación que en definitiva es ausencia de cariño, de amor; porque el opuesto, el odio, o simplemente la indiferencia, no permiten las palabras, no permiten la conexión, la comunicación. Solo se comunica, solo se habla cuando se desea comprender, cuando hay un principio de amor. Para ello, para compartir y comprender proponemos estas TARDES DE MATE Y CUENTOS; en ellas trataremos de alimentarnos de palabras, conocerlas y reconocerlas para llegar a tener una mejor comunicación, una riqueza y soltura del lenguaje.

Antonio G. Guzzo


jueves, 22 de julio de 2010

Los dos Borges - II


Continuando con el tema agrego otra parte del ensayo de referencia y asi  poder indagar cada participante sobre otros escritos  que contengan las aseveraciones  de Ernesto Sabato.

He de repetir esta entrada
en TMC Mario Benedetti para unificar   como ya  esta haciendo Myriam
Saludos












2) LOS DOS BORGES. (…) El mismo confiesa que rebusca en la filosofía con puro interés estético lo que en ella pueda haber de singular, divertido o asombroso: que el alípedo Aquiles no pueda alcanzar a la tortuga, ¡qué extraño! Que en un tiempo infinito, amontonando letras al azar, un mono pueda escribir la obra de Dante, ¡qué ingenioso! Las paradojas lógicas, el regresus in infinitum, el solipsismo, son temas de hermosos cuentos. Y como hará un relato con el empirismo de Berkley y no querrá perder la oportunidad de elaborar otro con la igualmente asombrosa esfera de Parménides, su eclecticismo es inevitable. Y por otra parte insignificante, ya que él no se propone la verdad. Ese eclecticismo es ayudado por su irriguroso conocimiento, confundiendo, según las necesidades literarias, el determinismo con el finalismo, el infinito con lo indefinido, el subjetivismo con el idealismo, el plano lógico con el plano ontológico. Recorre el mundo del pensamiento como un amateur la tienda de un anticuario, y sus habitaciones literarias están amobladas con el mismo exquisito gusto pero también con la misma disparatada mezcla que el hogar de ese diletante.




Borges lo sabe y hasta lo murmura. Pero esa clase de lector que con pavor sagrado se arrodilla apenas lee una palabra como aporía, toma por inquietud profunda lo que en general es un sofisticado pasatiempo. Y en lugar de retener al Borges válido admira al autor de esos ejercicios.



Del temor de Borges por la áspera existencia real surgen dos actitudes simultáneas y complementarias: juega en un mundo inventado y se adhiere a la tesis platónica, tesis intelectual por excelencia. El intelecto (limpio, transparente, ajeno al tumulto) lo fascina. Pero como por otra parte quiere seguir jugando, quiere no participar en el siempre duro proceso de la verdad, toma del intelecto lo que tomaría un sofista: no busca la verdad sino que discute por el solo placer mental de la discusión y, sobre todo, eso que tanto gusta a un literato como a un sofista: la discusión con palabras, sobre palabras. Lo atrae lo que la inteligencia posee de móvil, de bipolar, de ajedrecístico; juguetón, inteligente y curioso, le atraen las sofistiquerías, lo subyuga la hipótesis de que todos pueden tener razón o, mejor todavía, que nadie verdaderamente la tiene. En Sócrates admira al encantador verbal, al ingenioso dialoguista que podría demostrar una verdad y la contraria a un auditorio a la vez boquiabierto e incondicional. En ese momento, para él la filosofía no puede proponerse la verdad (en otro, más serio, más culpable, dirá lo contrario), y todo es confutable.



Y aun cuando en el caso de la teología el problema es más grave, también allí todo será cosa verbal, todo literatura. Las herejías son variantes de la ortodoxia, tal como más apaciblemente sucede en la filosofía, pero aquí se paga con la cruz o con la hoguera: no con el tormento de Borges, que considera esas historias con ironía, con distancia, con moderado (intelectual) asombro, como arte combinatorio: que el Demonio puede ser Dios, que Judas puede ser Cristo. Dice: “Durante los primero siglos de nuestra era los gnósticos disputaron con los cristianos. Fueron aniquilados, pero nos podemos representar su victoria imposible. De haber triunfado Alejandría y no Roma, las estrambóticas historias que he resumido aquí para solaz dominical del lector, serían coherentes, majestuosas y cotidianas”.



En ningún relato como en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius se resume mejor ese eclecticismo: allí están todas sus inclinaciones y hasta todas sus equivocaciones, y con cada una de ellas construye un ingenioso universo. Ni él cree en lo que allí dice, ni nosotros creemos, aunque a todos nos encanta lo que tiene de posibilidad metafísica. Y así en toda su obra: que el mundo sea un sueño, que sea reversible, que haya eterno retorno, que la inmortalidad se alcance en la memoria de los otros, que la inmortalidad no exista sino en la eternidad: todo es igualmente válido y nada en rigor vale. En un ensayo nos dirá, solemnemente, que “ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado”, pero en Pierre Ménard nos muestra el presente alterando los rasgos de lo que fue. Y si nos preguntamos en cuáles de las dos variantes opuestas cree Borges, tendremos que concluir que cree en ambas. O en ninguna.



(…) El arte –como el sueño- es casi siempre un acto antagónico de la vida diurna. Este mundo cruel que nos rodea lo fascina a Borges, al mismo tiempo que lo atemoriza. Y se aleja hacia su torre de marfil en virtud de la misma potencia que lo fascina. El mundo platónico es su hermoso refugio: es invulnerable, y él se siente desamparado; es limpio, y él detesta la sucia realidad; es ajeno a los sentimientos, y él rehuye la efusión sentimental; es eterno, y a él lo aflige la fugacidad del tiempo. Por temor, por repugnancia, por pudicia y por melancolía, se hace platónico.



Encerrado en su torre, pues, elabora sus juegos. Pero el remeto rumor de la realidad lo alcanza: rumor que se cuela por las ventanas y que sube desde lo más profundo de su propio ser. Al fin de cuentas él no es una figura idea del museo de Meinong sino un hombre de carne y hueso que vive en este mundo, cualesquiera sean los recursos a que eche a mano para desvincularse. Al mundo no sólo lo tiene fuera, en la calle: lo tiene dentro, en su propio corazón. ¿Y cómo aislarse del propio corazón?



Y así, en sus abstractos ensayos y cuentos, ese sordo murmullo se cuela, se oye, se colorean con frases y equívocas palabras que no debieran aparecer: como si en la palabra hipotenusa de Pitágoras apareciese a su lado (calificándola) una palabra tan ajena al orbe matemático como “absurda” o “perniciosa”. Palabras, epítetos y adverbios que, efectivamente, aparecen en esos relatos que querrían ser puros pero que no lo logran. Y el hombre que quiso ser desterrado reaparece siquiera sea tenuemente, siquiera sea fugaz y equívocamente con sus pasiones y sentimientos. Y hasta la ciudad X cualquiera donde Redd Scharlach comete sus crímenes empieza a recordarnos a Buenos Aires.



Y el Borges oculto, el Borges que tiene pasiones y mezquindades como todos nosotros, lo vemos o lo adivinamos detrás de sus abstracciones: contradictorio y culpable. Así, este autor que dice que en la filosofía sólo busca sus encantadoras posibilidades literarias, y que en efecto, las aprovecha para sus relatos, en otra parte reconoce que “la historia de la filosofía no es un vano juego de distracciones ni de juegos verbales”. El autor que pone el ingenio como el más alto atributo de la literatura y que hace de un argumento ingenioso la base (y hasta la esencia) de muchos de sus cuentos ejemplares, nos dice en otra parte, con razón, que “si lo fueran todo los argumentos, no existiría el Qujote o Shaw valdría menos que O’Neil”. El autor que admira a Lugones y lo considera nuestro más grande escritor, por su genio fundamentalmente verbal, y que proclama a Quevedo como el más grande de las letras españolas, nos dice en otra parte (y con razón) que la literatura como juego formal es inferior a la literatura de hombres como Cervantes o Dante, que jamás la ejercieron de semejante manera.



Es que el juego posterga pero no aniquila sus angustias, sus nostalgias, sus tristezas más hondas, sus resentimientos más humanos. Es que las encantadoras supercherías teológicas y la magia puramente verbal no lo satisfacen en definitiva. Y sus más entrañables angustias y pasiones reaparecen entonces en algún poema o en algún fragmento de prosa en que de verdad se manifiestan esos sentimientos demasiado humanos (como en la Historia de los ecos de un nombre), así como en la admiración que demuestra hacia artistas que no son de ninguna manera el paradigma de su estética ni de su ética literaria: Whitman, Mark Twain, Goehte, Dante, Cervantes, León Bloy y hasta Pascal.



(…) Debajo de esta ambigüedad creo advertir el secreto culto por lo que a él le falta: la vida y la fuerza. ¿Qué otra explicación encontrar a la admiración que este estricto literato profesa a esos apopléticos creadores? ¿Qué otra explicación al culto de sus antepasados guerreros, por sus valientes de suburbio, por los vikingos y longobardos? Y ya que no puede o no quiere participar de la barbarie real y contemporánea, al menos participa de la literaria barbarie del pasado: lo bastante lejana como para haberse convertido en un conjunto de (hermosas) palabras. Un rito que, como en las religiones superiores, nos hace comulgar con la sangre y la carne de un cuerpo sacrificado mediante sus apagados y bellos símbolos.



(…) Es el momento en que Borges (bella y conmovedoramente) escribe, después de haber refutado el tiempo: “And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos… El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.”



En esta confesión final está el Borges que queremos rescatar y que de verdad es rescatable: el poeta que alguna vez cantó cosas humildes y fugaces, pero simplemente humanas: un crepúsculo de Buenos Aires, un patio de infancia, una calle de suburbio. Este es (me atrevo a profetizar) el Borges que quedará. El Borges que después de su frívolo periplo por filosofías y teologías en las que no cree vuelve a este mundo menos brillante pero que cree; este mundo en que nacemos, sufrimos, amamos y morimos. No esa ciudad X cualquiera en que un simbólico Red Scharlach comete sus crímenes geométricos, sino esta Buenos Aires real y concreta, sucia y turbulenta, aborrecible y querida en que vivimos y sufrimos.

http://unamanoparaterminale.blogspot.com/2008/03/la-literatura-de-ideas-en-amrica-latina_23.html 

1 comentario:

Cecilia dijo...

Gracias Antonio, allá vamos !
un abrazo.