Nicolás Buenaventura con los griots, en Malí .
El arte de la palabra de Nicolás Buenaventura
Asbel López, periodista del Correo de la UNESCO.
Como su padre y su abuelo, el colombiano Nicolás Buenaventura es el perfecto narrador oral: imaginativo, sensible y hablador. Para él, contar cuentos es inventar cada día la verdad.
Transcurridos algunos minutos de presentación, Nicolás Buenaventura se dió cuenta de que por primera vez estaba delante de un público que había crecido sin cuentos: esos niños de la calle jamás habían escuchado hablar de Caperucita Roja. Era medianoche en Bogotá y una fogata iluminaba los rostros de estos jóvenes a los que la gente, a medida que la situación general del país se fue degradando, dejó de llamar ñeros o gamines y empezó a tratar de desechables. Decidió entonces relatar su versión de la creación del mundo: “Hubo un Dios que escapó a esa desagradable tentación divina de hacer al hombre a su imagen y semejanza. Primero hizo la tierra, y cuando la vio redonda y hermosa, le quedaron restos, pedacitos, migajas, desechos… Enseguida hizo el tiempo y en cuanto el tiempo se puso andar, había restos, pedacitos, migajas desechos…” Gritos y aplausos saludaron el final de esta función que su autor evoca con mucha emoción. “En la vida siempre llega un momento en que uno siente que no tiene lugar en el mundo, y eso es terrible. Pero si uno conoce la historia de Pulgarcito, sabe que hasta el ser más ínfimo tiene su lugar”, explica.
Nicolás Buenaventura encontró su lugar en el mundo gracias a los cuentos. Los muchachos del barrio descubrieron muy pronto su talento: como no había suficiente dinero para el cine, entre todos le compraban la entrada y él les contaba después la película. Hoy vive de contar cuentos y sueña con realizar su segundo largometraje. Como todo Buenaventura, Nicolás llegó al mundo para contar: su padre, Enrique, es uno de los más importantes dramaturgos y directores de teatro colombiano. Cornelio, su abuelo, conversador por convicción y narrador de oficio, repetía que “la verdad hay que inventarla todos los días”. Por eso cuando salía a la calle le rogaban: “Don Cornelio invénteme una verdacita, ¿sí?”
La pasión por los cuentos, sin embargo, no la heredó de ellos. Se la transmitió Fermín Ríos, un cuentero negro oriundo de Buenaventura, el principal puerto colombiano del Pacífico. “Fermín me decía: ‘tengo que contarte el cuento de la muchacha que perdió su bomboro’, pero no me lo contaba. Y al año siguiente: ‘no, todavía no estás preparado para escucharlo’”. La muerte finalmente se lo llevó y Nicolás tuvo que salir a buscar este cuento por el mundo.
Los cuentos no necesitan pasaporte
Hasta el momento ha escuchado seis versiones: tres colombianas y tres africanas. En la tradición de su país es la historia del origen del río Timbiquí. De viaje por Burkina Faso, lo contó en una aldea: “Gracias a la palabra, dejé de ser un extranjero. Se dieron cuenta de que yo traía las historias que ellos nos habían entregado —o prestado— hace siglos.” Los cuentos no necesitan pasaporte, precisa. Todos los pueblos se hacen las mismas preguntas —por qué estamos aquí, por qué nos tenemos que ir, de qué estamos hechos— y las respuestas son diferentes en cada caso. El cuento, explican los etnólogos, está a medio camino entre la pregunta y la respuesta.
Tras su viaje por tres países africanos, Nicolás entendió que en ese continente “contar un cuento es como poner un pan sobre la mesa”. De ahí el profundo respeto que le inspira desde entonces el cuento mismo. Tal vez por eso desconfía tanto del uso práctico que hacen a menudo de él y es enemigo declarado de la recuperación pedagógica. Para él no hay ningún fin en el arte de contar; y si lo hubiera, sería el cuento mismo: “Los cuenteros somos la taza en la que el público se bebe los cuentos.”
¿Cambian los cuentos a las personas? “A mí sí, en todo caso, hoy soy más sensible ante los signos de la vida”. Y el mundo, ¿cambian los cuentos al mundo? Para contestar, recuerda lo que le sucedió una noche en Bogotá, antes de entrar a su casa. “De repente me rodeó una decena de ñeros y yo pensé, ‘aquí me quitaron hasta las ganas de comer’. Pero no, uno de ellos me gritó: ‘restos, pedacitos, migajas, desechos… ¿bien o qué, loco? ”
http://www.unesco.org/courier/2001_05/sp/culture2.htm
3 comentarios:
Muy buena la entrada Antonio.
Yo creo que sí cambian los cuentos a las personas. Los cuentos nos sensibilizan y nos hace ponernos al lado del más débil. Cuando leernos un cuento o alguien nos lo cuenta, es como si lo estuviéramos viviéndo. Y parece que Nicolás Buenaventura lo vivía al contarlo. El escuchante era participe de lo le transmitía el hablante.
Los cuentos son ilusiones, y las ilusiones son esperanzas, y éstas son muy esperadas porque nos pronostican que pronto se cumplirá lo que tanto ansiamos.
Los cuentos nos hacen cambiar, y así lo demostró Nicolás Buenaventura cuando contaba los cuentos a los niños. Esta frase quedo en la memoria de uno de esos niños que cuando creció se hizo ñero (http://inciclopedia.wikia.com/wiki/%C3%91ero)
Dios primero hizo la tierra, y cuando la vio redonda y hermosa, le quedaron restos, pedacitos, migajas... Los cuentos se quedan en la memoria. Este niño era un pedacito de esos que le sobraron a dios después de hacer la tierra.
Creo que todos en algún momento de la vida cuando nos sentimos perdidos, sin saber que hacer, somos alguno de esos pedacitos sobrantes.
Graciassssssssss Antonio por esta entrada, si no fuera por esto, no conocería muchas cosas hermosas que anda por ahí.
Saludos y un abrazo
Un saludo Antonio y todos en TMC.
Gracias, la lectura, las historias y conocimiento son buen alimento.
Los cuentos forman parte de nuestra infancia y sus recuerdos nos acompañan durante toda la vida...
La mente del niño es un buen aliado del cuento.
Es una suerte conocer a Nicolás Buenaventura y de su mano entrar de nuevo en el mundo de la fantasía.
Gracias por esta fantástica entrada.
Un abrazo!
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